Julio había explorado los sabores de su tierra natal, Cusco. Se sumergía en los mercados locales, probaba platos tradicionales y se deleitaba con las hierbas frescas que crecían en los campos cercanos. Su amor por la quinua, ese grano ancestral que nutría a los incas, era insaciable. Julio creía que la quinua no solo alimentaba el cuerpo, sino también el alma. Decidió que ese sería el lugar donde daría vida a su sueño: el restaurante Quinua. Julio pintó las paredes de un cálido tono terracota, colgó fotografías de los campos de cultivo y colocó mesas de madera rústica. El aroma de las especias llenaba el aire mientras cocinaba en la pequeña cocina trasera.